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lunes, 23 de septiembre de 2013

Entrega 3: Cuerpos, espacios y poder


Entrega 3

Cuerpos, espacios y poder en Eltit, Pizarnik y Di Giorgio

De “El infarto del alma” por Paz Errázuriz

            En su libro Vigilar y castigar, Michel Foucault explica cómo a partir del siglo XVIII el poder soberano, en el cual una autoridad específica rige sobre otros, es superado progresivamente por el poder disciplinario (Heyes 57).  Este tipo de poder no es atribuible a un individuo en particular, y ejerce un control directo y preciso sobre el cuerpo de cada individuo, ejerciendo sobre él una coerción débil, controlando sus “movimientos, gestos, actitudes, rapidez” (Foucault 141).  El poder disciplinario implica una coerción constante, una vigilancia que cuida los procesos de actividad del individuo.  A los métodos  “que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad, es a lo que se puede llamar la disciplina”.  Al enfocarse en la eficacia de los cuerpos, en cómo hacen las cosas, la disciplina, por una parte fortalece el cuerpo (lo ejercita y lo hace útil) y por otra parte lo debilita (en términos políticos, pues lo hace obediente).  Así,  en esta dinámica que habilita y domina a la vez, se produce lo que Foucault llama “cuerpos dóciles”.

Por otra parte, es necesario tener en cuenta que el poder disciplinario requiere de ciertas distribuciones espaciales; necesita aislar al individuo y darle un emplazamiento sobre el cual pueda vigilarlo.  Este poder necesita “evitar las implantaciones colectivas; analizar las pluralidades confusas, masivas o huidizas” (147) como táctica para evitar la deserción, el vagabundeo, la aglomeración, y con ellos cualquier potencia de resistencia.

Los vigilantes ejemplifica perfectamente la dinámica del poder disciplinario.  Desde el principio de la novela, la mujer se reconoce como objeto de permanente vigilancia, no por parte de la policía u otra fuerza represora, sino por parte de los vecinos, como grupo diseminado que va acordando tácitamente lo que es correcto y lo que no lo es.  El poder no viene de una autoridad definida, sino desde dentro de la comunidad, es un poder interno y pulverizado.  La docilidad del cuerpo de la mujer se manifiesta de varias maneras: 1.  A través de su permanencia voluntaria en la casa.  En la casa la mujer puede ser vigilada, y mantenerse aislada de las energías peligrosas de los desamparados, su sometimiento está garantizado; pero al mismo tiempo la mujer percibe la casa como defensa del exterior, de las amenazas del desorden, de la mirada directa de los vecinos y de la inclemencia del clima; allí se confina con su hijo al que han expulsado de la escuela (espacio de disciplinamiento), planteándola como un espacio donde ella toma las decisiones.  En esta tensión entre la prisión y el refugio, la figura de la casa evidencia la dinámica contradictoria de la disciplina.  2. A través del ejercicio de la escritura.  La mujer escribe, pero lo que podría ser un ejercicio de libertad se encuentra vigilado, sometido a un cierto tipo de lenguaje y privado del juego o del gozo.  En las cartas la mujer expresa sus inconformidades, pero al mismo tiempo se hace objeto de vigilancia y control por parte del receptor invisible de las mismas.

A medida que avanza la novela, la vigilancia, y también las reglas de los vecinos, se van tornando más rígidas. A causa de sus conductas sexuales inaceptables, de la ayuda que ofrece a los desamparados, y de su improductividad – no es capaz de conseguir alimentos, la mujer y el hijo terminan siendo calificados como interdictos: “La vigilancia ya nos ha paralizado. No puedo salir hacia las calles en busca de alimentos, existe un impedimento expreso que nos prohíbe abandonar la casa pues ya pasamos a formar parte de los ciudadanos interdictos” (122).  Aquí, el confinamiento se revela como forma de penalización de un cierto tipo de conducta individual que es peligrosa en tanto rompe la regularidad: “the irregular, the unsettled, the dangerous, and the dishonorable are the object of confinement; whereas penality punishes the infraction, it penalizes disorder” (Foucault Punitive Society 31).  Los lemas de los vecinos entre los cuales se encuentran “el orden contra la indisciplina”, “la lealtad frente a la traición”. “el trabajo frente a la pereza”, confirman las perturbaciones del orden causadas por la mujer.  El confinamiento mantiene a la mujer separada de los desamparados, sin embargo, al forzarla al hambre y al frío, la van convirtiendo en una de ellos. Las estructuras de la casa van desapareciendo y finalmente la mujer es una desamparada.  Esta condición implica su debilitamiento físico, a un punto que la supervivencia en la marginalidad (la desobediencia) parece imposible; sin embargo, le retorna la posibilidad de agrupación y de movilidad, de la cual surge la posibilidad de resistencia.

El poder disciplinario también se percibe en Rosa mística, aunque aquí es frustrado por la total desobediencia de la muchacha.  Aquí, como en Los Vigilantes, la vigilancia también proviene de los vecinos, y de los hombres que tienen relaciones con ella.  La presencia de las vecinas no es permanente, como en la otra novela; sin embargo en un momento nos enteramos de que la han estado vigilando y que saben de sus transgresiones: “-La vi embarazada.  Más de una vez.  Tiene la cara rara, de todos colores.  Y parece que en el vientre nada le prospera.  Se ayunta con animales” (338), informa una vecina a las otras.  Aquí, la transgresión se castiga a través de las burlas y del señalamiento, pues el cuerpo no se expone a ninguna otra posibilidad de control.             En otra ocasión, un hombre la observa abortar en el río y la amenaza con el castigo: “Copulas mucho.  Más de a cuenta.  Caerás. No hay dudas.  Perdiste la cantidad.  Y eso no se admite.  Se sabe todo” (329).   El texto elide cualquier reacción de la muchacha ante las palabras del hombre, lo cual sugiere su total desarticulación a las regulaciones.  No se trata de que la joven desconozca los estándares del comportamiento sexual de una mujer, sino que elige la total desobediencia.  Más adelante reencuentra al hombre y se une a él, sin poder desprenderse.  Su encuentro es tan intenso que el hombre termina muriendo.  El vigilante cede al poder del cuerpo de la joven y se ve aniquilado por él.  Así, la joven no sólo evade la vigilancia, sino que atenta contra el poder con su propio cuerpo.  En Rosa mística es difícil establecer cuál es el castigo que recibe la muchacha por atentar contra la regularidad.  Una opción que vale la pena analizar es la monstruosidad y la diferencia física como impedimentos para incorporarse al resto del pueblo.  Después de tantas cópulas el cuerpo de la muchacha está en un estado terrible, lleno de valvas y de otros organismos, y su cara es una máscara extraña; para la muchacha, signos visibles de su proximidad a la divinidad y para las otras personas objeto de rechazo.  Desde esta perspectiva, ¿qué significado tendría la divinidad? ¿Sería el rótulo dado a una marginación llevada al extremo – como la unión entre madre e hijo al final de Los vigilantes? O ¿Podría interpretarse como la sublimación de una sexualidad imposible?

En contraste con las otras novelas, La condesa Sangrienta plantea un esquema de poder absoluto, en el cual, no son posibles las relaciones de poder, sino que existe una dominación total.  En este texto la vigilancia se sustituye por la contemplación impasible, y no existe la expectativa de acción propia del poder disciplinario, sino la de pleno sometimiento.  El espacio, por otra parte, juega un papel vital sobre el control de los cuerpos; la finalidad ya no es contenerlos y separarlos, sino disponerlos como objetos dentro de los espacios teatrales (la sala de torturas, la habitación, el camino nevado) donde se llevan a cabo las torturas.  Para la condesa, el castillo protege del exterior y traza los límites del orden de dominación por ella establecido.   La vigilancia desde el exterior solo llega al castillo al final del texto, cuando se le condena al confinamiento por los crímenes cometidos; la condesa muere recluida en una celda que se ha construido en torno suyo, con el cuerpo intacto, sin sufrir la violencia que sufrieron sus víctimas.  La diferencia entre el destino de la condesa y las demás mujeres (incluyendo las sirvientas que mueren en la hoguera) tiene que ver, según el texto, con el rango social de la condesa.  Pero desde otro punto de vista, morir lentamente, aislada y privada de la belleza (de la perfección de los rituales que practicaba, de la sangre, de la palidez de los cuerpos de las jóvenes, de su imagen en el espejo, de la blancura de la nieve…), de todo lo que podía sacarla de la quietud afectiva, podía resultar para la condesa una peor tortura que la muerte dramática. Según Pizarnik, la condesa muere en silencio en “una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos donde todo es la imagen de una belleza inaceptable” (296).  Ese es el sufrimiento de la condesa, pero es sobre todo el de la narradora, quien a lo largo de la narración ha reescrito y reconstruido (a partir de un texto de Penrose) ese cuerpo perverso, y la belleza teatral, purísima que lo rodea.  Es ella la que se ve frustrada con el final de la mujer, es ella, tanto como la Condesa de Bathory que ella inventa para nosotros, la que ama una belleza inaceptable (la de la ficción que construye) y muere lentamente.  Creo que este gesto revela el interés estético de Pizarnik en la figura de la sádica condesa de Bathory más allá de su existencia real, y también llama la atención hacia el valor estético del texto y hacia los espacios que ofrece la literatura (la escritura, la lectura) como sitios para el disfrute. 


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