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domingo, 15 de septiembre de 2013

Entrega dos: El cuerpo y primera mirada
Tres miradas sobre la corporalidad en la obra de 
Pizarnik, Eltit y di Giorgio
Ilustración a La condesa sangrienta.  Ediciones del zorro rojo, Buenos Aires

La condesa sangrienta (1971), Los vigilantes (1994) y Rosa mística (2003), son tres textos en los cuales la corporalidad es un elemento central.  Los tres son de autoría femenina y sus protagonistas son mujeres, sin embargo corresponden a tres momentos históricos distintos: se insertan en contextos políticos y sociales distintos, se articulan con corrientes estéticas distintas y establecen conexiones con discursos intelectuales diferentes. 

La obra literaria de Pizarnik  ha sido reconocida por su carácter experimental, por sus lazos con el surrealismo y por su alto contenido subjetivo.  Aunque La condesa Sangrienta fue publicada inicialmente a principios 1966, autores como David W. Foster aseguran que la representación del sadismo que se lleva a cabo en esta obra puede ser leída como una alegoría del poder absoluto (Foster The Body 321); sin embargo, creo que esta tesis es cuestionable y que habría que pensar en el uso que Pizarnik hace de la muerte, del cuerpo mutilado y de la estetización del sufrimiento en otras de sus obras; tales motivos quizás puedan asociarse más a sus búsquedas estéticas (por ejemplo ver su preferencia por El Bosco) y a su propia subjetividad.  En su obra el uso del cuerpo es reiterado, y hay una fuerte presencia de lo obsceno, de la fragmentación/disolución corporal y de las sensaciones (que no son expresadas de forma convencional); también tienen un espacio los cuerpos infantiles, los muñecos, autómatas y otros artificios de forma humana.  Además son comunes motivos como la noche, la sombra, el frío y el silencio, la blancura y el vacío que construyen el entorno de sus personajes.  En esta obra que narra la vida y proezas eróticas de la condesa de Bathory, entre las cuales se encuentra el asesinato de unas 600 vírgenes, el lenguaje es descriptivo, frío y omite cualquier seña de sentimiento – excepto por ciertas apreciaciones estéticas sobre los métodos de tortura preferidos por la condesa.  Aquí el lenguaje se mutila de la misma manera que se mutilan los cuerpos de las muchachas y se atiene a la misma rigidez que mantiene la contemplativa condesa durante toda la obra.  Cuerpo y lenguaje guardan una simetría que también va a estar presente en las obras de las otras dos autoras.

Los Vigilantes de Eltit forma parte de una obra que a partir de los ochenta había consolidado una voz de resistencia frente al régimen opresivo de Pinochet.  En el momento de su escritura, la dictadura ya había terminado, sin embargo la tensión política continuaba y la sociedad chilena apenas comenzaba a ver cambios en la situación y a procesar el trauma de la dictadura.  La novela se refiere al ejercicio de un poder opresivo sobre los sujetos, ejercido a partir de la vigilancia, y puede entenderse como alegoría de la situación chilena, pero también del ejercicio del poder en la sociedad occidental contemporánea.  La historia de esta novela mantiene algunos elementos de su escritura anterior; aparece la masa, los desamparados, las inscripciones sobre el cuerpo, y el contraste entre el espacio de la ciudad y espacios privados.  En Los vigilantes, el espacio de la ciudad se plantea como algo indeterminado cuyo recorrido resulta inútil, mientras la casa se convierte en el centro de tensión; allí vive la mujer con su hijo, allí se posa la vigilancia de los vecinos, y es la casa la que desaparece convirtiendo a la mujer en una desamparada más.  Por otra parte, Eltit continúa con el uso experimental del lenguaje iniciado desde su primer libro (Lumpérica, 1983); el lenguaje es cifrado e indeterminado, y cambia al moverse entre la voz del niño y la de la madre: cuando aquél narra (primero y último capítulo solamente) hay repeticiones en las palabras y aparecen expresiones del habla infantil que podríamos asociar a lo semiótico propuesto por Kristeva, es decir a ese momento previo a la entrada al orden simbólico, entendido para ella como entrada al lenguaje.  Cuando habla la madre, el lenguaje es conciso y descriptivo; las emociones se expresan pero no se dan sobresaltos en el lenguaje, éste guarda un tono y un contenido neutral incluso en el final de la historia cuando el cuerpo de la mujer se encuentra casi a la intemperie, siendo atacado por el hambre y el frío.  Este lenguaje censurado, siempre cuidado y controlado corresponde al control estricto al que es sometido el cuerpo de la mujer, y evidencia el precio de acogerse a las normas, el precio de no ser marginado. 

Por su parte, Rosa Mística, así como la obra anterior de Marosa Di Giorgio, informa pocas relaciones con el contexto social o político de su producción.  Aunque César Aira, uno de sus críticos más conocidos diga que Di Giorgio no se parece a nadie, creo que guarda parentesco, en términos formales, con otros autores recientes del Neobarroco, como lo sería el mismo Aira.  Este parentesco lo encuentro en el uso desmedido del lenguaje, en la permanente presencia de transformaciones, la mezcla de lo heterogéneo (lo natural/lo artificial, lo inanimado/lo animado, lo animal/lo humano), lo obsceno y lo indeterminado.  En Rosa Mística (como en algunas obras de Aira) , la enumeración de detalles no lleva a un mayor entendimiento de lo representado; hay más imágenes y más hechos, pero siempre hay aspectos inmediatos de la realidad que la narradora desconoce o que deja sin explicar.  En la obra de Eltit y Pizarnik tenemos esa misma sensación de conocimiento parcial, pero en Rosa Mística el desconocimiento no se da como represión, sino como signo de una existencia fluida cuyos contactos con la realidad son contingentes.  Esta novela mantiene la persistencia de motivos naturales que caracteriza a la obra de Di Giorgio, así como un enfoque casi exclusivo en la sexualidad y el cuerpo femenino.  El lenguaje es desmedido, volátil y abierto como el cuerpo de la joven protagonista, quien tiene innumerables experiencias sexuales con hombres y animales de toda clase en un extraño recorrido hacia su propia divinización.  

Choques e intensidades: cuerpos en transformación
Para la protagonista de Rosa mística todo es flujo, sin interrupción, su cuerpo es continuidad.  La jovencita goza sin cesar, sin una finalidad clara, sólo con la certeza que se va asentando paso a paso de que su experiencia de unión con otros seres la conducirá a la divinidad.  La niña no sabe su nombre porque su madre no se lo ha dicho, no logra recordarlo y al no hacerlo no se ata a ninguna identidad; vive con el cambio como única certeza, y se ve envuelta en relaciones fugaces donde sin embargo hay una entrega y un gozo pleno.  En su experiencia corporal de la sexualidad, en cada encuentro que tiene ya sea con el campesino, con el murciélago o con un bicho, cuando no había ya más alternativa, la muchacha construye lo que Deleuze y Guattari llamarían un cuerpo sin órganos: el cuerpo sin órganos ya está en construcción cuando deseamos, cuando el cuerpo ya está cansado de órganos, de la productividad y la funcionalidad.  Al construir un cuerpo sin órganos se desmantela el yo, es lo que queda cuando se quita todo lo demás, la significación, la fantasía, la subjetivación.  Este cuerpo se construye para que pasen las intensidades, vibraciones y flujos (151-153).  El cuerpo de la joven es un espacio abierto y sin funciones, por donde todo fluye: sus pezones son dos hoyos abiertos de donde manan cuerpecitos que ella vuelve a comer; de su vulva salen flores, hijos concebidos por ella sola, y allí mismo entra la carne de los amantes.  Su vulva, su ano, su boca son lugares hermosos habilitados para la entrada y la conexión con otros cuerpos. 

En cada encuentro la muchacha siente placer como intensidad (las intensidades se dan a partir de los contactos entre los cuerpos), pero su placer no produce la interrupción del deseo, como lo contemplan los autores; para ellos “pleasure is an affection of a person or a subject; it is the only way for persons to “find themselves” in the process of desire that exceeds them”(156); para la joven el placer no implica  reconstituirse a sí misma, ella mantiene desmantelado su organismo entre encuentro y encuentro, construye permanentemente cuerpos sin órganos que se van conjugando en su multiplicidad y la van conduciendo a la divinización. La ausencia de una finalidad detrás del deseo y el placer la oponen a las normas culturales; la hacen víctima de la risa de las vecinas y el irrespeto de algunos machos, pero es esa práctica desobediente y sin función la que va transformando su cuerpo, enrareciéndolo hasta que es percibido como el de dios: en su vivencia de una sexualidad desmedida, sin tabúes ni prohibiciones, la jovencita deviene divinidad. De esta manera, el texto plantea una sexualidad femenina alternativa, que es vivida con libertad, sin que esto se constituya en causa de marginación.  En otro nivel, el uso simultáneo de lo obsceno, lo natural y lo religioso, y de un lenguaje frontal pero sin sobresaltos dramáticos, crea un contraste que impacta y que cuestiona los límites de las representaciones aceptadas de la sexualidad.
Rosa brillando. Interpretación teatral a partir de Rosa mística. Montevideo

La joven también deviene madre después de muchos intentos: se hace madre y no sólo un cuerpo que contiene hijos fugazmente, pero su parto fracasa y sólo da a luz una cabeza que por supuesto muere: “- Estoy de luto.  Muerte de un hijo” (348) es todo lo que dice y emprende de nuevo su misión, su devenir divinidad.  Al divinizar un cuerpo femenino abierto y en transformación Di Giorgio revaloriza la particularidad del cuerpo femenino; sin embargo, al negarle a la joven la posición de la maternidad pareciera poner en entredicho esa misma particularidad.  Los personajes femeninos de Di Giorgio en otros textos muchas veces son “señoras”, se casan, copulan y viven libremente su permanente arrebato sexual, pero son muy pocas las que logran ser madres: los niños nacen deformes, pequeños o muy grandes y necesariamente mueren.  El motivo de la maternidad frustrada podría interpretarse no sólo como frustración de lo femenino, sino también como un rechazo a un destino predeterminado, no tanto por la naturaleza como por la cultura, y la elección de otro tipo de identidades y devenires. 

 En Los vigilantes, el cuerpo del hijo es el que inicialmente se establece como cuerpo sin órganos.  Él mismo se percibe como un cuerpo laxo (35), sus movimientos consisten en escalar objetos, unirse a la mejilla de su madre, ser abrazado o transitar por las vasijas que va disponiendo en organizaciones variadas.  De su contacto con la madre, los momentos de unión fugaces que tiene con ella, surgen intensidades.  También surgen en la forma contingente en que dispone las vasijas y en su contacto físico con ellas, que son el reemplazo de la madre cuando no está (41).  Sin embargo, el niño es sometido a negaciones y sus sensaciones provienen de necesidades insatisfechas (el hambre y el frío), no de deseos.  Cuando madre e hijo se aman en armonía (37), el niño construye un cuerpo sin órganos, pero cuando ella lo somete a negaciones o maltratos, sus dientes y su lengua se diferencian, su organismo se organiza de nuevo.  Por otra parte, la madre no logra construir un cuerpo sin órganos ni poblarlo.  Reprimida y vigilada, siempre está en guardia, protegiéndose, buscando permanentemente la coherencia (no puede renunciar a la significación).  El contacto amoroso con el hijo, el ensamble de los dos cuerpos es quizás la única manera en que la mujer logra sentir, hacer pasar algún flujo o intensidad, pero muchas veces se lo niega.  Así, mientras el niño está abierto a las intensidades, la madre permanece encerrada en su individualidad y la obediencia a las normas.

Hacia el final de la novela, la mujer tiene contacto con una multitud de desamparados, cuya forma de ensamblaje no organizada, contingente, hace pensar en las manadas mencionadas por Deleuze y Guattari:

Cuando llegaron, pensé que estaban recogidos a la manera de un naufragio en donde, sobre la crueldad de las aguas, irrumpen el asombro y el pánico incrustados a un cuerpo debatido en su propio infinito.  Los vi estremecidos a la manera de un incendio o en el instante en que se declara un espantoso accidente o en la culminación de un súbito estertor físico que remece el conjunto de los órganos vitales, bajando alarmantemente los signos hasta llegar a la nada corporal.  Los recibí como se acoge la desventura o el miedo, como se consuma una espera inútil y allí mi corazón lloró por la disparidad que recorría a mi propio destino.  (117)    

La multitud de desamparados se estremece a la manera de un incendio, la fuerza de su ensamble es tan fuerte como un estertor que estremece y hace colapsar los órganos vitales.  La multitud experimenta el sufrimiento, pero a partir de éste logra construir un cuerpo sin órganos que se puebla de flujos e intensidades.  Este grupo, en su rebeldía y su desamparo, produce una nueva vitalidad, una potencialidad de trasladarse del margen a que han sido sometidos hacia otra posición.  Tal potencialidad contrasta con la impotencia de la mujer como individuo que ha sido aislado y sometido.  Después de este encuentro se da la parálisis total de la mujer y el hijo en la casa, a causa de la vigilancia: han pasado a formar parte de los ciudadanos interdictos (122); entonces madre e hijo comienzan a interactuar, a recuperar su armonía y a trabajar juntos en la disposición de las vasijas; al unirse en el juego de la organización de esos cuerpos que también son productores de intensidades, y finalmente se construyen como un cuerpo sin órganos.  El texto reflexiona sobre las formas en que se produce la marginación, pero también encuentra en la marginalidad un potencial de acción que no existe para quienes, aislados y bajo vigilancia, se ubican en el centro.

En La condesa sangrienta, hay momentos de intenso placer, pero no se construyen cuerpos sin órganos y hay un total rechazo de la transformación. Según el texto, el problema de la condesa, estaría en que sufre el mal del siglo XVI, la melancolía:

Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa.  Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. […] la melancolía es, en suma un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado.  Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. (290-291)

Nada pasa en su interior, nada pasa.  No hay flujos ni intensidades entre sus cuerpos y otros cuerpos, aunque el afuera sea de una violencia extrema, su interior permanece impasible.  En algunos casos, advierte el texto, gracias a un acto sexual de extrema violencia el “ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes” (291).  El sadismo aparece entonces, como la solución de la condesa frente a la melancolía, la forma de hacer fluir las intensidades en su cuerpo; sin embargo, su cuerpo vive las intensidades en la distancia, ella suele ser una espectadora silenciosa, siempre incorrupta, de la violencia sexual que le da placer.  En su observación de la violencia no hay flujos, y tampoco hay un desmantelamiento del yo; por el contrario, la condesa busca mantener su poder absoluto el funcionamiento de un orden que se replica en los artificiosos montajes teatrales en que asesina a sus víctimas.  En eso se diferencia el masoquista del sádico, mientras el masoquista se pierde a sí mismo voluntariamente, permite que sus órganos desaparezcan al ser atado y cosido, y pospone el placer para impedir que el deseo deje de producirse: es siempre cuerpo sin órganos (Deleuze y Guattari (150,161), el sádico nunca se rinde, no puede desarticularse y entregar el poder, no construye un cuerpo sin órganos.  La condesa experimenta intensidades, pero mantiene la estratificación, la organización, y la cuida a un extremo tal que después de experimentar la intensidad los estratos se restablecen de una forma más rígida y pesada que nunca (Deleuze y Guattari 160).  Así, la condesa no cede en ningún aspecto; incluso impone más restricciones como por ejemplo necesidad de tener sólo víctimas de sangre azul para sus baños de sangre, los cuales a su vez forman parte de un ritual para inmovilizar su belleza: rigidez y control extremos.  A diferencia de Rosa mística donde la intensidad es continua, al punto de formar una meseta, en La condesa sangrienta la intensidad llega de forma momentánea, como fruto de difíciles artificios, y en respuesta a una crisis erótica (286).  El placer de la condesa es explosivo y la conduce al desfallecimiento; la llena por un momento y la vacía.  En esta mecánica donde el placer bloquea completamente los flujos no surge ningún devenir, no hay una transformación como en las otras dos novelas en donde una se hace deidad y la otra se funde con el hijo.  Y es que una sádica como la condesa está en ejercicio de un poder absoluto, orden molar por excelencia a partir del cual cualquier mutación es imposible.  No cabe duda que La condesa Sangrienta hace una representación del poder absoluto, lo que es discutible es si el texto tiene un carácter alegórico o si su uso del poder absoluto tiene una finalidad ante todo estética.  Aunque no lo desarrollaré aquí, es importante anotar que el texto se construye como un artificio de características neobarrocas a partir del rígido orden que administra la condesa.

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